Nos encontramos por casualidad,
casi sin querer.
Una simple atracción inevitable
y tu curiosidad infinita
ataron lentamente nuestro destino,
y acomodamos nuestros pasos
al caminar conjunto.
Te fui regalando mi alma,
casi sin querer,
con cada paseo juntos,
mientras tu bebías mis palabras
para saciar una sed que desconocías.
Entonces no existía el pasado
y apenas teníamos conciencia del futuro.
Solamente existía tu voz y tu mano,
mi melancolía y mi canto.
Pero no supimos anticipar la ruina,
ninguno vio llegar la hora trágica
que nos cerró los labios
y congeló nuestros corazones.
Dejamos de pensar en el otro
y creímos que el porvenir
nos obligaba a separarnos.
Me alejé en silencio
y no escuché tu último grito de espanto.
Y en un suspiro,
eché tierra sobre nuestro pasado.
Todo fue enterrado sin remedio.
Y tú, también, despistada y torpe,
te perdiste en medio de la gente,
huyendo de todo,
en un camino sin retorno.
Y vivimos de espaldas, encogidos,
con la terquedad de los necios,
sin reconocer el dolor y el fracaso,
sin reconocer los miedos
ni la oscuridad infinita.
La noche nos cubrió
con un manto de mil años.
Hasta que ayer, cariño,
creíste ingenua poder acercarte
libre de recuerdos,
inocente criatura de cuento,
a todo cuánto habías olvidado.
¡Que hermosa equivocación!
Porque nunca cerramos la herida
y el pasado llamó furioso a nuestra puerta,
reclamando su tiempo y su derecho.
Implacable con nuestros pecados.
De nada valió querer evitarlo,
renunciar al recuerdo,
negando un latido que nos llegaba certero.
Porque no hay salida, amiga,
podemos girar la mirada,
cerrar las puertas,
sellar nuestros oídos,
que no podremos detener el viento.
Y por fin, amor sin barreras,
sin complejos.
La vida abriéndose paso
por encima de horarios,
obligaciones y de deseos.
Nada puede contener la marea.
Nunca se es lo bastante fuerte.
Y nadie, nadie es culpable
si acaso nuestro amor, tus recuerdos y mis deseos.
O las ganas de vivir
y de un millón de besos.