sábado, 12 de noviembre de 2016

Inocencia

Después de todo, ¡éramos tan inocentes…!
Creíamos poseer el universo,
altivos en nuestra humilde ignorancia.
Yo sentía que mi vida era mía,
saciado y huraño
como un avaro con sus monedas.
Aún creía en la propiedad de las cosas.
Y entonces llegaste tú, como un día cálido
en medio de las tormentas.
Hermosa y tímida. Fuerte y libre.
Y me cogiste de la mano
en aquella tarde lánguida y silenciosa.
Como los susurros.
Como mi llanto.
Me ataste a tus pasos,
cálida y querida
como un camino de la infancia.
Juntamos nuestros destinos sin más frontera
que tu mirada y algunos poemas.
No supe de mi riqueza entonces,
no supe nada con certeza,
porque nada era urgente
ni triste ni definitivo.
Nada… hasta ese instante maldito.
Sin remedio, ignorantes del futuro,
dejamos crecer el silencio
como crece el olvido en el cementerio.
Y nos acogimos al porvenir negro,
como una gruta,
húmeda y silenciosa,
donde no cabría ni un eco.
Tú querías un instante de paz
y yo anhelaba el silencio.
Dejamos el cuarto a oscuras
tras recoger cuanto nos pertenecía,
de espaldas, odiándolo todo
sin siquiera saberlo.
Y caminamos hacia la noche.
Nada ni nadie pudo prevenirnos.
Cargamos con nuestros errores
en nombre del destino.
El mundo fue entonces una estepa
donde yo vagaba sin rumbo,
en busca de algo 
que me había dejado en el camino.
¡Pobre necio sin esperanza!
Cuando llegó el invierno
ya estaba desnudo y perdido.
Ni la más grande hoguera
hubiera calentado mis huesos.
No había consuelo, ni paz, ni destino.
¿Qué fue de la rosa, de la ventana y de tus besos?
¿Cómo recorrer el camino
sin ojos, ni manos, ni deseos?
Veinte años, más aún,
hasta el instante preciso,
doloroso y tierno,
nuestro, secreto.
Un mes tan solo. Sólo eso.
Y de nuevo la soledad,
la luz que se pierde,
el frío y el silencio.
Después de todo...
¡seguimos siendo inocentes!